Me declaro aficionado de la política: escuchar planteamientos y que sean refutados o aceptados, escuchar de la voz que representa cada candidato cómo haría para resolver esto o aquello. Es interesante, siento que alimenta, que nutre nuestra capacidad de ver las cosas del día a día con otra óptica. Nos permite abrir la mente y entender cómo funcionan algunas cosas más allá de nuestra propia concepción, del cómo debería ser, a lo que realmente son. En fin, me calé la hora y media del debate de Clinton contra Trump.
Pude ver lo que era básicamente la ejemplificación perfecta de la lucha por la igualdad: vi a una mujer extremadamente calificada para este cargo; además, tener que soportar los desaciertos y patanerías de un hombre que no tiene la preparación para el trabajo. En este primer encuentro fuimos espectadores en esos dos rostros de quién podría ser el nuevo líder del mundo libre. La política mundial, te guste o no, depende mucho de por quiénes voten los ciudadanos norteamericanos en estas futuras elecciones. Clinton propuso, explicó, debatió consigo misma, con la opinión pública pero nunca con Trump. El debate es un choque de ideas con la búsqueda de convergir hasta llegar a la respuesta correcta. Donald nunca tuvo más que prepotencia, ignorancia, arrogancia, mentiras y carisma. Me hizo recordara Chávez. Entre risas comentaba las similitudes que le encontraba con el magnate… Hasta eso, el dinero. Pero mientras más puntos de encuentro conseguía entre estos dos personajes, algo comenzaba a marcar distancia entre ellos, algo que no tiene Trump, pero que sí tenía Chávez: el miedo.
El republicano es una demostración de egolatría carismática que, en su ensimismado delirio de grandeza, no teme escupir locuras y mucho menos defenderlas ante un contrincante poderoso que podía -y pudo- barrer el piso con él en televisión mundial. En cambio, Hugo Chávez no aguantó mucho después de ganar la presidencia para desistir ante los debates públicos de sus ideas. Lleno de mentiras e intenciones ocultas tuvo que distanciarse de la confrontación, pues como todo cobarde, el único sitio donde se sentía cómodo para plantear cualquier cosa, era frente a su círculo de aduladores tarifados con cargos de gobierno, o frente a un pueblo cegado por la fantasía de la retórica, la revancha, la venganza y el odio sembrado.
Con refranes causó momentos épicos, como el famoso: «águila no caza moscas». Pero más de depredador hubiese sido acorralar a la presa y comerla, pegarle un grito y dejarla quieta como hizo con aquella frase. La verdad, es que a Hugo le daba mucho miedo enfrentar la realidad porque lo más probable es que entre tanto engaño, promesas y corrupción no hubiese sabido identificar la línea que separaba todo. Lo más seguro es que estuviese consumido por su propio discurso, que vivía en aquella Venezuela que solo existía en su cabeza. Ojalá que los que decidan el futuro presidente de los Estados Unidos de América sepan verse en este espejo. Les digo: vengo del futuro y no es nada bonito